
Cuando somos niños, necesitamos esas caricias de nuestros mayores que nos hacen sentirnos cuidados y protegidos. Nos asustamos de una mano que se presenta firme ante nosotros cuando algo hemos hecho mal. Y siempre recurrimos a esa mano que nos lleva de un lado a otro con la seguridad de que nos está cuidando.
Más tarde, en la adolescencia relacionamos cualquier tipo de contacto con el afecto, y eso a veces nos avergüenza, de modo que nos alejamos cada vez más de las muestras de cariño hacia los otros, y a veces hacia nosotros mismos.
Cuando somos mayores, elegimos muy bien a quién darle esas muestras cariñosas, y a veces hay a quien queremos dárselas pero ya no podemos, no somos capaces, porque perdimos la costumbre, ya no sabemos cómo hacerlo. Así mismo pasa para ser nosotros quien recibe, se nos olvida lo gratificante que es recibir un sincero apretón de manos, un honesto abrazo o una caricia que sana una herida.
El masaje no es sólo una técnica que alivia y relaja, sino también una forma de acercarnos al contacto, de aprender a sentir, a discernir entre lo placentero y lo displacentero, a dejar atrás los problemas y empezar a vernos inmersos en un espacio íntimo del terapeuta y el cliente.
No sólo relajamos la musculatura, también relajamos la mente y el alma. Aflojamos los músculos y también las emociones.
Un lugar donde poder estar con uno mismo, un espacio donde poder reencontrarse, respirarse, relajarse, soltarse.
Hay quien acude a darse un masaje cuando algo no está funcionando bien, cuando se ha llegado al extremo en el que algo se ha fracturado, o una lesión se ha desencadenado. Ahí, no queda otro remedio que ponerse en manos expertas, hemos llegado al límite. Pero no es necesario llegar hasta este extremo para poder beneficiarse de alguno de nuestros masajes:
No hay comentarios
Publicar un comentario